Un cielo de julio estaba sobre nosotros.
Las nubes, de un gris oscuro,
nos prevenían de la inminente lluvia.
En frente de nosotros, un lago silencioso,
rodeado de basta vegetación
y una cabaña que expulsaba humo de su chimenea.
Elegimos esa tarde, ese lugar
para estar el uno con el otro:
mirarnos sin futuro, ni pasado,
tocar nuestras manos sin prisa,
hablar sin importar los acuerdos,
reírnos y compartir la espontaneidad.
Llegó la lluvia y borró un tanto la apariencia.
Vi que no supiste que hacer:
si guardar los aperitivos o besarme entre la lluvia.
Yo también me vi sorprendido:
o levantaba la sábana en la que nos sentamos,
que ya estaba mojada,
o te acercaba junto a mí para protegerte de la lluvia.
Al mismo tiempo, nos sentamos y echamos a reír.
Nos pusimos uno al lado del otro y solo disfrutamos la lluvia.
Aquel día, aquella tarde, aquel sitio, aquel lago, ya nos pertenecía.
Ambos lo sabíamos cuando nos abrazamos.
La lluvia cesó y comenzamos a guardar las cosas.
Me pediste guardar el momento con una fotografía
y yo sonreí.
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