Chofer anciana de mototaxi

Chofer anciana de mototaxi

Hace unos días subí a un mototaxi, en Autlán de La Grana. Ahí los llaman hubercitos, quien sabe por qué. Me vi en la necesidad de tomar uno porque dejé mi auto en el taller y el trayecto al trabajo era bastante largo. Además, hacía un calor intenso y la radiación solar estaba en su máxima. Caminaba por la avenida independencia y, al tiempo de pensar en un hubercito, ya tenía uno a mi lado, esperando que lo abordara.

― Buenos días, señor. ¿A dónde lo llevo?

Me preguntó la chofer del vehículo, una señora de algunos 70 años. Desde luego que me pareció totalmente inusual que, una persona de la tercera edad condujera aquel trasporte. Me le quedé viendo con cara de asombro. Por momentos dudé subirme, pero me ganó el sentido de responsabilidad de llegar puntual a mis clases y lo tomé.

― Buenas días, señora. Voy a la prepa Autlán de la U. de G.

― Suba, señor. Ahorita llevo.

Me di cuenta de que la señora sujetaba un cigarro con los dedos de su mano izquierda. Vestía un pantalón de tela color verde, unos tenis blancos sucios, una playera blanca con el estampado de un candidato político y una gorra blanca por donde salía por todos lados su pelo canoso, medio rizado.

La señora aceleró provocándome un poco de risa nerviosa, seguía pareciéndome muy raro que una anciana condujera un mototaxi. Rápido encontré la estructura tubular de los asientos y la sujeté fuerte con mis manos, ya que los hubercitos no tienen cinturón de seguridad.

Me acerqué un poco a la señora para decirle:

― Señora… ¿le puedo hacer una pregunta?

La anciana mantenía su vista en el camino, sin distracción alguna.

― ¡Señora! ―Insistí.

Entonces me di cuenta de que llevaba un par de audífonos inalámbricos, color negro, y por eso no me escuchaba.

Cuando tomamos Lerdo de Tejada, la calle empedrada que da directo a la prepa, el hubercito se volvió más ruidoso. La señora no dejaba de acelerar, parecía que traía más prisa que yo. Al llegar a la esquina de calle Universidad de Guadalajara, la anciana paró en seco, tanto así, que hasta derrapó llanta en las piedras. Afortunadamente, mis sentidos no dejaron de estar alerta desde el primer acelerón hasta ese frenado. Delante de nosotros había un accidente. Estaba una ambulancia, dos patrullas de policía, un hubercito volcado y un cuerpo tirado en el piso, tapado con una sábana blanca que no alcanzaba a cubrir el calzado. Al no ver la cara del accidentado, puse atención al calzado, ¡la persona llevaba tenis blancos sucios, idénticos a los de la anciana chofer! Volteé rápido hacia la chofer y mi sorpresa fue que ya no estaba ahí. Su lugar lo ocupaba un joven de veinte años con pantalón verde, unos tenis blancos sucios, una playera blanca con el estampado de un cantante de frap, una gorra blanca que no cubría completamente su pelo rizado. Iba fumando. Se quitó sus audífonos inalámbricos y expresó impactado:

― A su… madre… verg… Se me hace que hubo muerto…

Se me puso la piel chinita y sentí escalofríos. Bajé del mototaxi, todo confundido; le di cincuenta pesos al chavo.

― Toma, quédate con el cambio. ― Le dije.

Lo vi partir y me quedé con la cabeza y el estómago revuelto. Pensé: olvido todo y entro a la prepa. Pero no pude con la duda y caminé hacía la ambulancia, afortunadamente conocía a un paramédico que alguna vez fue mi alumno en la prepa. Lo abordé y pregunté:

― Carlos, ¿cómo estás? Oye, ¿sabes quién es la persona que está ahí?

― ¡Profe cómo le va! Gracia a Dios bien. Profe… es una señora de al menos 70 años. Parece ser que el hubercito dio una vuelta muy rápido y la señora no se agarró bien y pues… salió disparada…


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Jaime Gómez Castañeda

Autor: Jaime Gómez Castañeda

Doctor en Ciencias del Acompañamiento Humano, Psicólogo, Psicoterapeuta, Tanatólogo, Académico (Universidad de Guadalajara), escritor, conferencista, Podcaster, Booktuber.

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